Por Luis A. CABAÑAS BASULTO
Chetumal, QRoo.- Ante la creciente problemática que ha generado la permanencia de las fuerzas armadas en las calles y la pretensión de aprobar una Ley de Seguridad Interior en el Congreso de la Unión, es pertinente destacar que los mílites no son el problema, pues, salvo aislados yerros de los que somos sujetos todos como humanos, siempre han distinguido por su nacionalismo, patriotismo, sentido social y popular.
En realidad, los verdaderos problemas son sus altos mandos: El secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda, y el mismito presidente Peña Nieto -¡qué “raro”! ¿Verdad-, así como lo fue el ex mandatario Felipe Calderón, que han buscado transformar las esencias históricas, civilistas y pacifistas de las fuerzas armadas nacionales.
Para estar claros: La Ley de Seguridad Interior implica la militarización del país, cuando que, como sabe cualquiera con un centímetro de frente, los problemas de México no se resuelven con violencia, sino con empleo, educación y combate a la desigualdad y a la pobreza.
Ahora bien, es cierto que México sufre un grave problema de seguridad pública, pero su solución corresponde a las autoridades ci-vi-les, tal y como señala el artículo 21 de la Constitución, y no a las fuerzas armadas, como asegura equivocada y neciamente el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong.
El sentir popular es que pocos o nadie está en contra de las fuerzas armadas, pero lo deseable es que, en concordancia con el marco constitucional, regresen a los cuarteles, ya que los gobiernos de Peña Nieto y Felipe Calderón las han vulnerado incesantemente, y provocado con sus órdenes militarizantes, constantes violaciones a los derechos humanos que ha señalado la propia ONU, que las calificó de crímenes de lesa humanidad.
Calderón y Peña Nieto son responsables jurídicamente y ante la historia por desmantelar el civilismo y el federalismo del Estado constitucional mexicano, y crear regímenes de excepción penal y militar, para lo cual, incluso, han subordinado hasta el Congreso para lograr sus “designios”.
Creemos que en la pretensión de aprobar la Ley de Seguridad Interior existe un interés geopolítico de Estados Unidos en militarizar al país para la defensa de sus intereses, ya que en México no sufrimos de terrorismo, pero el crimen organizado es un fenómeno derivado de alto consumo de drogas en ese país, y de ahí que se trate de un problema que corresponde resolver a ellos.
Verá Usted. Desde 2001, a partir de La Ley Patriota de Estados Unidos (en inglés, Patriot Act), existe un proceso hemisférico por militarizar a los países de América Latina, sobre todo aquellos que, como México, carecen de controles democráticos y constitucionales capaces de contener las políticas de seguridad emanadas de Washington.
La mencionada Ley ha detonado todas las reformas constitucionales y legales en materia de seguridad nacional en México, así como los procesos y mecanismos relacionados con la integración hemisférica en materia de seguridad y, por tanto, un aumento de la influencia norteamericana en nuestra política de seguridad interna. Llámese Obama o Donald Trump.
La guerra contra las drogas del sexenio del panista Felipe Calderón, y continuado insensatamente por el priísta Peña Nieto, es una guerra contra los mexicanos, promovida por su propio gobierno, pero con origen en las demandas y exigencias norteamericanas, como polvos de vientos huracanados.
En este sentido, y para colmo, hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación se ha sometido a través de la interpretación constitucional a favor de la militarización de la seguridad pública.
Con todo, no obstante, las iniciativas para impulsar la aprobación de la Ley de Seguridad Interior son contrarias a los artículos 28, 89 fracción VI; 73 y 129 constitucionales que, entre otros, recalcan que la seguridad pública es tarea de civiles, y en época de paz, el lugar de las fuerzas armadas es su cuartel. Por si fuera poco, el Congreso de la Unión carece de facultades para legislar en materia de seguridad interior.
La paulatina militarización del país ha implicado costos constitucionales desde el 2001, pues modificó la cultura de la sociedad sobre las Fuerzas Armadas, que otrora las veía como nacionalistas, populares y defensoras de los intereses comunes, mientras que hoy existe una cultura jurídica que responde a una hegemonía foránea, con un Ejército cada vez menos popular, desconectado de sus fines sociales y legales.
Pero además, la militarización ha significado en los últimos años grandes violaciones a los derechos humanos, más de 200 mil muertos, más de 30 mil desaparecidos y miles de desplazados.
Lo cierto es que está probado que la presencia militar en los Estados no disminuye la violencia, sino que la incrementa, y está probado también que su participación en tares de seguridad pública implica un aumento en el nivel de letalidad perfecta al 100% de muertos, derivado de sus acciones en materia de seguridad.
Por si fuera poco, los costos económicos son enormes, al grado tal que desde 2001 han aumentado un 800% en promedio, esto en detrimento del gasto social, mientras que, de 2008 a la fecha, el gasto ha aumentado en forma exponencial.
Así, gastamos tres veces más en armamento que Estados Unidos nos ha proporcionado con gran bombo. Contra la verdad oficial, existen políticas federales, estatales y municipales para enfrentar la crisis de seguridad, pero, deliberadamente, creemos, se han desarticulado, subordinado e invisibilizado.
Ante este panorama, una propuesta viable sería reformar los artículos 73 y 89 constitucionales, tal y como recién planteó Manuel Bartlett Díaz en el Senado, que pide derogar las facultades del Congreso para aprobar leyes en materia de seguridad nacional, que debe corresponder a los ciudadanos y sus autoridades, fundamentalmente las civiles, de acuerdo con sus competencias.
Ante todo, se debe rechazar la guerra ofensiva, y la Constitución sólo permitir la guerra exterior en legítima defensa. En períodos de paz, las fuerzas armadas sólo deberán intervenir en suspensión de garantías -conforme al artículo 29 constitucional-, en intervención federal por siete días -en términos del primer párrafo del 119 de la Constitución- y en casos de amenazas o riesgos medioambientales, protección civil, campañas de salud y educativas.
En este último supuesto, los militares deben actuar sin armas y estar subordinados, según competencias constitucionales y legales, al Ejecutivo, Congreso de la Unión, Poder Judicial Federal y a los demás niveles de gobierno y órganos constitucionales establecidos en esta norma fundamental.
En todo caso, es fundamental discutir el tema, ya que los gobernadores están presionando al Congreso a través de la Conago para aprobar la Ley de Seguridad Interior y, por ende, la militarización de todo el país, pues son los acusados de ineficacia e incapacidad en resolver sus propios problemas.
Asimismo, son absolutamente reprobables las actitudes del Secretario de la Defensa Nacional, que amenaza a la Cámara de Diputados, en el sentido de que si no se aprueba esa Ley que quiere no regresarán a los cuarteles.
¿Cómo se permite que amenace a la Cámara? Y conste que todavía no tienen esa ley que, entre otros, les permitiría labores con espionaje, violando todo control a través de una decisión que es ajena. Esto se debe discutir.
Vivir en un régimen militar, que permite retenes en las calles y con facultades de investigación y espionaje, son las propuestas de la iniciativa del senador panista Roberto Gil Zuarth y secundado por la bancada del PRI, pese a que se trataría de un ataque a la libertad de la nación, además de no corresponder a los intereses del país.
A reserva de dar a conocer más ampliamente el controvertida iniciativa, la propuesta de Bartlett Díaz es que en tres meses, a partir de la entrada en vigor de la reforma, las fuerzas armadas vuelvan a sus cuarteles, en términos del artículo 129 de la Constitución, sin atender tareas de seguridad pública, ni ninguna otra que no esté comprendida en los supuestos precisados de la fracción VI del artículo 80.
En ese plazo, las autoridades competentes de los tres órdenes de gobierno, deberán reasumir sus competencias en materia de seguridad pública. Si alguna autoridad no puede con la responsabilidad para la que fue elegido, lo comunicará al Ejecutivo Federal para iniciar sobre esa entidad un proceso de suspensión de garantías, además de juicio político sobre el mandatario estatal.
Asimismo, propone declarar nulos, por inconstitucionales, los acuerdos interinstitucionales en materia de seguridad nacional, interior y pública subscritos por las entidades con Estados Unidos, así como constituirse una Comisión de la Verdad, integrada por cinco titulares electos, para investigar los actos u omisiones que impliquen violaciones a los derechos humanos en éste y el anterior sexenio.
Ello sería respecto a conductas de los responsables civiles y militares, incluyendo a los mandatarios federales que han soltado ese maremágnum contra el pueblo, que con motivo de la actuación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública o funciones relacionadas con la prevención, contención, investigación y persecución de los delitos vinculados al crimen organizado, hayan cometido violaciones a los derechos humanos.
¿Alguien cree que prospere la iniciativa? La verdad, no lo creemos, ya que, lamentablemente, la política es la ciencia de lo posible, no de lo deseable. Al menos, nadie puede quejarse de que no se haya hecho el intento por mejorar las cosas.