Por Eduardo Vargas
Mérida, Yucatán.- Desenterrar muertos le ha dejado a Mario más huellas en la cara que en las manos: su rostro todavía se ve triste y demacrado, a pesar de que han pasado ya 5 años desde que su hermano desapareció.
Las comisuras de los labios aún se tuercen como las de un bebé cuando en sus ojos se sospechan las lágrimas, al recordar a Tommy; y esa tristeza que hoy pervive en su rostro, la explica así:
“Un familiar que se muere… pasa el tiempo y el dolor empieza a disminuir; al principio es mucho dolor, pero pasa el tiempo y ese dolor se vuelve muy chiquito, pero cuando tienes un familiar desaparecido, el tiempo sigue pasando, pero el dolor sigue creciendo…
“Ha matado a madres, las ha enloquecido, ha acabado con familias, es algo muy destructivo tener un familiar desaparecido”.
Mario Vergara Hernández, quien se autodefine como un buscador de huesos, llegó a Mérida para participar en una charla de la 4a Jornada de Derechos Humanos, y marcó diferencia desde su entrada al recinto, con su silencio sepulcral y con las fotos -en mantas- que colocó en el escenario.
Puso las imágenes como cuando uno coloca los rostros de sus seres queridos en portarretratos en una nueva oficina; aunque, en realidad, las fotos de Mario eran muy diferentes: no solo aparecía con sus familiares sino que mostraban sus andanzas en las cercanías de Huitzuco, Guerrero -donde hoy vive y donde su hermano fue secuestrado– buscando muertos.
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Pero aquí no hay marcos para sostener las fotos, sino piedras, muy parecidas a las que Mario suele quitar cuando escarba la tierra, como un sabueso, para sacar restos humanos, en parajes solitarios, fosas clandestinas, entierros ilegales… lugares invisibles en los mapas.
“Imprimí una fotos para que ustedes se las lleven y no se olviden”, les explicó a los asistentes a la charla, quienes en realidad habían llegado ahí para escuchar a Omar García, un exestudiante de la normal rural “Isidro Burgos”, de Ayotzinapa, excompañero de “Los 43”, desaparecidos en septiembre de 2014.
Pero la historia de Mario los atrapó porque desgarraba el corazón…
Un oficio no deseado, pero necesario
Cuenta Mario que, como muchos otros familiares de los más de 30 mil desaparecidos que organizaciones civiles aseguran que hay en México, ha tenido que aprender a exhumar restos humanos.
Además de rastrear huesos, busca ponerle un punto final a la historia de un ser humano que alguna vez tuvo nombre y apellido, pero que hoy -se queja- no es más que una cifra, un número para el Gobierno.
Contradictorio, sí, porque no hay otra forma de dejar memoria que los números: son ya 200 muertos encontrados en las inmediaciones de Iguala, Guerrero, donde desaparecieron los estudiantes normalistas, cuya búsqueda despertó en Mario la esperanza de encontrar a su hermano.
Otra cifra más, contundente y lapidaria a la vez: 3,000 huesos o parte de ellos… pero “ninguno es mi hermano”, aclara Mario, quien no pierde la esperanza de hallar a Tomás, el mayor de cuatro en la familia Vergara Hernández, secuestrado por una de las bandas que han sentado su reales en un pueblo que “es chico, con terrenos grandes” donde las familias se dividen el espacio y comparten la vida cotidiana.
Sus palabras, ese coraje que muestra cuando habla de oficio no elegido, rememoran un poema…
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
(Elegía a Ramón Cijé/Miguel Hernández)
En entrevista, Mario dice que le bastaría con 1 de los 209 huesos del cuerpo de su hermano para devolverle a su madre la felicidad, porque no hay día ni hora en que ella no “piense” a su hijo mayor, a quien pretende encontrar cueste lo que cueste.
Sólo así, dice Mario, “cuando tengamos un lugar dónde llevarle flores, donde platicar con él, podremos descansar nuestros corazones”.
“Yo le digo: ‘Mamá, pero estamos (tus otros hijos)… a lo mejor nos maten por buscar mi hermano Tommy’. (Pero ella responde): ‘Bueno, ya no lo busques tú, pero yo seguiré buscando a mi hijo’”.
No en vano, ese rostro marcado por la tragedia también revela miedo, ése que lo hace actuar “como suricato”: cuando sale a la calle y ve a alguien “feo, que le causa desconfianza”, mejor se regresa.
Pero ahora está tranquilo, se siente seguro en Mérida, y así lo expresa, cuando dice que sueña con que algún día México sea como Yucatán.
Aquí, Mario puede caminar tranquilo y, tal vez esa es la explicación de la calma -muy diferente a la de su lugar de origen- con la que lleva las piedras que usó para “fijar” las mantas que cubrían el escenario del auditorio universitario.
Baja las escaleras sin prisa para colocar las piedras en la tierra, en un acto que se le ha vuelto costumbre, aunque en esta ocasión es la inversa, pues lo “natural” es levantarlas para escarbar. Es como si el peso de la piedra no importara; qué más da: pesa más el dolor su hermano desaparecido que todos los huesos encontrados.
Nada le roba hoy la tranquilidad, pero tampoco se confía: minutos antes les advirtió a los estudiantes de que la delincuencia no tardará en llegar a Yucatán, para “instalarse” como lo ha hecho en todo el país, que “se ha convertido en una enorme fosa clandestina”.
Así, a pesar de que esa “fosa clandestina” mide 2 millones de kilómetros cuadrados, a pesar de que no tienen ni un pista de dónde puede estar enterrado su hermano, a pesar de que el tiempo va en su contra, Mario cree que cada vez está más cerca de Tommy, y por una muy buena razón, inobjetable a la luz de los acontecimientos recientes:
En México, “es más fácil encontrar un muerto que encontrar justicia”…