Por: María del Mar Boeta
-“¡Papá, papá, ven, ven!”.
La pequeña de cabello rizado, short de mezclilla y blusita rosa está saltando de emoción. Antes fue al “pintacaritas” y los bigotitos de un felino se dibujan en sus mejillas.
-“¡Papá, papá, este es el cocodrilo de R-Í-O”.
Mientras tanto, el reptil está en lo suyo. Con el cuerpo sumergido en el agua, la cabeza recostada en una roca y la mirada fija, aparenta no prestar atención a la niña. Debe estar acostumbrado a llamar la atención porque es uno de los favoritos de los cientos de visitantes que el Parque Zoológico del Centenario recibe de martes a domingo.
“Cada vez que cruzo la puerta del Centenario me invade la nostalgia. Recuerdo cuando venía con mis papás, en excursiones de la escuela, lo bien que me sentía al visitarlo”, cuenta Alberto, de 40 años. “No creo que se pierda la costumbre de venir en fin de semana al Centenario, puede parecer que a las generaciones actuales no les interese pero sólo es que lo conozcan. Estarán encantados”.
Los peatones y automovilistas que transiten por la Avenida Itzáes pueden obviar el lugar pero si en un momento sus ojos se topan con el arco de la entrada, sentirán que el olor del algodón de azúcar los acompañará en el camino.
Fundado en 1910 para dotar a Mérida de un parque recreativo, fue hasta 1962 que se convirtió en un zoológico como tal. Así que desde muchos años atrás se ha convertido prácticamente en una visita obligada para todos los niños yucatecos.
“Cuando mis hijos eran pequeños los traía frecuentemente. Ahora ya están grandes pero a mí me gusta ir entre semana, cuando no hay tanta gente. Paseo un rato y el observar a los animales me tranquiliza mucho, siento que es un escape rápido del estrés de la ciudad sin necesidad de alejarse ni gastar mucho dinero”, comparte Ana Alejandra, de 48 años.
Un domingo en el Centenario
En el día de descanso, la familia pretende despertarse más tarde. Pero los más pequeños de la casa abandonan la hamaca a temprana hora, incluso mucho antes de la hora acostumbrada para asistir a la escuela. Están ansiosos porque sus padres les prometieron que pasarían el día en el Centenario.
La vista del arco de la entrada, los vendedores de globos, frutas como mango y huaya así como chicharrones y papas les indica que han llegado al lugar correcto. Y si a través de la reja metálica observan como el trenecito está en alguno de sus viajes, prácticamente arrastrarán a sus padres para comenzar su aventura.
En domingo, El Centenario luce en su máximo esplendor por el elevado número de visitantes que no sólo asisten para ver de cerca a los reyes de la selva sino también para disfrutar de golosinas, antojitos yucatecos, montar a caballo y quizá adquirir un collar, juguetes, el imperdonable frasco de burbujas de jabón, una bolsa o un recuerdito de su estancia.
El trenecito es sin duda la atracción principal y no importa la edad, a chicos y grandes soportan estoicamente el calor mientras esperan en la fila para subirse al aparato. “Mi hijo, Pablo, siempre quiere venir y casi todos los días me pide que lo traigamos. Venimos muy seguido porque el trenecito es su favorito, no se quiere bajar. Todos los yucatecos hemos venido al Centenario y guardamos recuerdos, es raro quien no lo conoce”, indica Claudia mientras mira el área de juegos donde un grupo de niños se empapa y ríe con el agua de las fuentes.
Hoy día el zoológico luce como una pequeña ciudad regida por los animales, con señalamientos e indicaciones para tratarlos con respeto. Así como el cocodrilo, los monos, avestruces, felinos, zebras y jirafas son los favoritos de los visitantes. “No tengo que traer a mis sobrinos para venir. Mi esposo y yo venimos mucho, solos, para dar la vuelta”, explica Rossana.
“Ser adulto no me impide seguir disfrutando de este paseo, creo que es más sano que otro tipo de diversiones”, afirma. “No sé si sea el mejor zoológico del mundo pero forma parte de mi infancia. Eso es lo que importa”.